Especialmente en el caso de los modelos más exclusivos y delicados, la lubricación requiere de una buena dosis de paciencia, destreza manual y experiencia. La punta metálica de la aceitera que Hansjörg Kittlas introduce cuidadosamente en un pequeño recipiente tiene menos de 0,1 mm de grosor. Con mano firme, deposita una gota de aceite en el rebajo de una joya del cojinete del calibre de la manufactura 94900. La gota es tan diminuta como para pasar desapercibida al ojo humano. La milésima parte de un mililitro basta para lubricar todo el movimiento del reloj. Un veloz deportivo, sin embargo, consume aceite de motor por litros.
Hay otro aspecto en el que un movimiento de reloj se diferencia claramente del motor de un coche. Mientras que la velocidad del motor de un coche de carreras puede llegar a alcanzar las 8 000 revoluciones por minuto, el movimiento del reloj trabaja a un ritmo bastante más relajado. El accionamiento más rápido, la rueda del áncora, tan solo completa 20 vueltas por minuto. «La velocidad puede ser relativamente baja, pero la presión sobre las superficies es increíblemente elevada», sentencia Kittlas sobre las condiciones en un reloj de pulsera. Es algo similar a lo que sucede con los zapatos de mujer: cuanto más afilados son los tacones, mayor es la marca que dejan en el parqué. Los pivotes, cuyo grosor no suele superar las décimas de milímetro, ejercen una presión igualmente extrema sobre los cojinetes.
Las singulares condiciones de un reloj exigen que el aceite cumpla con una serie de requisitos igualmente especiales. Hasta mediados de los años veinte del siglo pasado, el lubricante más utilizado era el aceite de pata de buey, que se extrae al hervir las glándulas sebáceas localizadas en los pies de las reses. Su principal inconveniente es que se deteriora rápidamente con el paso del tiempo. Hace poco más de cincuenta años, la industria química especializada comenzó a desarrollar aceites sintéticos con propiedades específicas para relojería. Estos caros productos de alta tecnología no se espesan ni evaporan, ni siquiera tras largos periodos de tiempo, y son resistentes tanto a la corrosión como a la oxidación.
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